Triste balance

Decían que de todo esto saldría lo mejor de nosotros, pero la pandemia de estos dos últimos años nos ha dejado claro que cuando surge el miedo se ponen a prueba nuestras fortalezas y debilidades, y la frágil convivencia se rompe.

No somos capaces de enfrentar la verdad de cada uno con la del otro, y dejamos que el que manda consiga su propósito como si fuera decisión nuestra, como si fuéramos libres de decidir algo. Olvidamos que solo somos libres si dejamos espacio para la duda y el debate, si nuestras decisiones surgen del cuestionamiento y la decisión razonada frente al que piensa diferente.

No, no me gusta esta cosa rara en que nos hemos convertido, esta sociedad que prioriza la norma al sentido común, el protocolo al diálogo, el miedo absurdo a la amistad, el recelo a la confianza… Claro que cuando esto pase seremos diferentes, sí, pero no mejores.

El virus

Pasa el tiempo, y crece mi escepticismo ante la idea de un futuro medianamente grato. Cada vez con más virulencia, surgen los ataques al que no piensa igual o no acata porque sí, aflora la violencia, la sumisión a los medios, la falta de sentido crítico, el afán por llegar a algún sitio absurdo a costa de lo que sea, la hipocresía, la intolerancia…, la fata total y absoluta de ética a la hora de establecer relaciones o, simplemente, de transitar por la vida.

Habría que pararse y analizar qué valores queremos para nuestros descendientes, para cada uno de nosotros, fortalecer aquellos en los que coincidimos, analizar razones en los que discrepamos, dejar de mirar tan egoístamente hacia dentro de cada uno, empezar a ver al otro y escucharlo con respeto, trabajar juntos por una sociedad en la que valga la pena vivir.

De lo contrario, habremos conseguido que el peor de los virus, el que más debemos temer, el que no tiene cura, se salga con la suya.

Nieve

(Nieve al microscopio. Rogan Brown)

La nieve tiene algo de espiritual, de transformación, de purificación. Todo se detiene cuando los copos comienzan a caer. Se apaga el ruido del mundo, la suciedad se desvanece y el blanco se convierte en el color inevitable de nuestras voces. Es el milagro de la nieve, maravillosa obra de arte que consigue hacernos vibrar, que transforma y mejora el mundo en cuanto roza su piel, aún sin intención ni propósito, sin necesidad de discurso alguno tras ella. La nieve. Pura, discreta, silenciosa, efímera. Cambiante y libre, como el desierto, como las nubes, como el mar. Perfecta.

La vida nueva

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La vida que conocimos, la normalidad aquella, la de siempre, ya no existe. No existirá más que en los libros, las películas y los recuerdos que conservemos grabados cada uno de nosotros. Lo que teníamos se fue, y tardaremos mucho tiempo en tener otra vida tan nuestra como aquella. Tendremos una diferente, seguramente peor para los que ya hemos vivido bastantes años y no encontramos normalidad posible en esta vuelta a la todavía imposible rutina.

En esta realidad que ahora nos toca, cuesta trabajo dar un paso, consultar una duda, solicitar un documento, vivir relacionándonos como seres humanos y no como entes conectados a una máquina que decide y organiza nuestra agenda diaria. ¿Y cómo vivir con cita previa? ¿Aprenderemos a reconocer algún brillo especial en la mirada digital que se avecina? ¿Será posible acariciarnos a la distancia reglamentaria? ¿Adivinar las sonrisas ocultas tras engañosas mascarillas de colores? ¿Cómo saber si la felicidad está pulsando el uno, el dos, el tres o el cuatro?

Es difícil no dejarse arrastrar por esta nueva realidad impuesta por las circunstancias y agravada por la estupidez de gran parte de nuestros congéneres. Pero la vida es breve, y ahora que tenemos que fabricarnos una nueva, no hay tiempo que perder. No olvidemos que vivir con miedo es ser esclavos, y que en la paciencia, la soledad y el silencio está la fuerza. Por eso, pese a la realidad, resistamos, permanezcamos callados, pensemos, seamos libres. Así quizás la vida nueva será casi, casi, como queramos.

El principito ha vuelto

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Se cumplen 120 años del nacimiento de Antoine de Saint-Exupéry, un autor que me cautivó desde muy joven, cuando leí de un tirón y seguidas tres de sus novelas, «Correo del sur», «Vuelo nocturno» y «Tierra de hombres». Tiene otras obras, también muy especiales, pero estas tres son imprescindibles para entender un poco lo que posteriormente en «El principito» intenta decirnos de manera sutil y disimulada entre dibujos infantiles y lenguaje metafórico.

Hace quince años me perdí en el desierto del Sáhara y encontré el camino gracias a un viejo solitario de ojos claros surgido de la nada. Recuerdo que era sencillo como un niño y profundo como un sabio, que vestía un viejo jersey de lana, y que cuando nos despedimos estaba muy triste.
Algo de todo aquello lo conté en un librito titulado «El principito ha vuelto», un texto que muchos lectores habrán interpretado como una metáfora o como un cuento, aunque todo en él es real.
No intentaré nunca convencer a nadie, porque hay coincidencias difíciles de explicar, pero quise compartir la extrañeza de un principito que ha envejecido en el desierto esperando a su amigo, y que ahora también me espera a mí.
No tardaré mucho tiempo en volver a buscarlo.

El 31 de julio de 1944 cuando el autor de El Principito, Antoine de Saint Exupéry, pilotaba un Lightning P-38 que fue alcanzado por las balas de un caza de la Luftwagge. Había nacido el 28 de junio de 1900 y cayó a los 43 años peleando contra los nazis

«El principito ha vuelto» fue editado por Libros de las Malas Compañías en 2015.
Textos: María Jesús Alvarado.  Fotos: Teresa Correa.

El tiempo no existe

Ver las estrellas en Sesriem la puerta del desierto

Están a punto de cumplirse los cien días de estado de alarma en España a causa del covid-19. Salvo un par de ocasiones excepcionales que me han obligado a salir, para mí son cien días en casa. Me resulta extraño comprobar que podrían ser diez, o cuarenta, o doscientos. No creo que haya mucha diferencia si nuestra mente está ocupada y el ánimo tranquilo. Sin relojes, almanaques, o eventos que regulen los días, la medida del tiempo se hace muy difusa, y nuestra mente deja de controlarlo. Y me gusta esa sensación de atemporalidad, sentir que desaparece la prisa y solo importa la tarea, el momento, el disfrute de ser y estar.
En las noches estrelladas, la contemplación del cielo ayuda a entender mejor la naturaleza inasible del tiempo, su fugacidad etérea, su imposible presente. La enorme paradoja de que mientras la vida avanza con nosotros todo es pasado, tiempo vivido, y solo palparemos el presente cuando nuestro corazón deje de latir.
Ojalá este momento extraño para la humanidad pase pronto y volvamos a disfrutar de la libertad de salir al espacio abierto y relacionarnos con los demás sin miedo. Pero, de cualquier modo, no olvidemos que no importa tanto el tiempo, sino lo que hagamos mientras pasa. Que ni siquiera el brillo de las estrellas es real.

(Foto: Vía Láctea sobre Sesriem en el Desierto de Namib/ Autor: Roger de la Harte)

Mapas interiores

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Hace tiempo publiqué un libro de poemas titulado “Geografía accidental” en el que cada poema lleva título de un lugar del mundo que me había sido importante por algún motivo. Unos más obvios que otros, algunos hablan de lugares que conocí personalmente, otros solo intuidos, aunque no por ello menos reales para mí.
He aprendido que una ciudad o un país es tantos lugares como personas lo visitan o imaginan. Dibujamos líneas con tinta de un color único, surgido de la mezcla de sentimientos, expectativas, prejuicios, dolor, capacidad de sorpresa, sueños, y todo aquello que llevamos en nuestro equipaje cuando afrontamos el viaje, sea este real o imaginario.
Solo compartimos el espacio de un lugar, o el deseo de viajar a alguna parte, pero lo que ese espacio físico o ese deseo suponen, es una experiencia individual, única e intransferible, aquello con lo que cada uno de nosotros construimos nuestro particular mapa interior.
Entender eso convierte el hecho de viajar en algo muy especial que tiene que ver muy poco con desplazarse de un lugar a otro y mucho más con la magia de convertirnos en exploradores de nosotros mismos.

 

TIERRA ADENTRO

Hay un mapa escondido tierra adentro,
un itinerario inusual
que señala atajos y posadas;
y las alas blancas
que sortean el tiempo
me arrastran sin remedio
desde la costa transitada
hasta territorios sin dueño,
paisajes que serán tan míos como estos
que ahora colman mi cabeza
de nombres, líneas, latitudes y rostros;
universos únicos
que se empeñarán en habitarme
mucho después
de haberme ido.

MJA (Geografía accidental, Ed. Baile del Sol, 2010)

Aislados

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Aislados siempre. Para escuchar nuestra voz, saborear la sal de cada día, cultivar la soledad, perfeccionar la delicada línea de la orilla. Aislados, para mantenernos fuertes en la herida inevitable, lejos de la vanidad que flota en los recodos, salpicados los pies de luz y de noches en calma. Aislados y en silencio, para que nada engañe el sonido de la sangre. Islas rodeadas de mundos enteros y perfectos que se saben también islas. Aislados siempre, para no olvidar que somos libres y que nunca hemos necesitado permiso para alzar el vuelo.

Miedo

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Vivir una experiencia de pandemia como la que estamos atravesando exige de nosotros un ejercicio importante de adaptación, altas dosis de paciencia y autocontrol, buena gestión del tiempo, modificación en la manera de relacionarnos tanto con los de dentro como con los de fuera de casa, así como aprender a no dejarnos invadir por los posibles miedos. Miedo al contagio, pero también a las pérdidas económicas, al incivismo, a la mala gestión política, a todo lo que tiene de negativo cualquier situación excepcional grave en la que aflora tanto lo bueno como lo malo del ser humano.

Son días que favorecen la reflexión, y yo me planteo muchas cuestiones respecto al futuro, a cómo será la vuelta a la normalidad. No la mía, sino la del planeta, la del país, y más en concreto la de nuestras islas. Y mi mayor miedo es que cuando esto pase no hayamos aprendido nada.

Canarias es un lugar de especial fragilidad, que ya ha sido gravemente dañado en su paisaje y en su cultura, y que ahora que el mundo entero se ha detenido, tiene la oportunidad de reconstruirse de una manera mucho más respetuosa consigo misma, evitando reincidir en los errores cometidos hasta ahora. ¿Qué islas queremos habitar? ¿Qué cosas podemos hacer para mejorarlas? ¿Cómo conseguir que se conviertan en un lugar autoabastecido, sostenible, autónomo y seguro tanto en lo material como en lo humano?

Creo que eso es lo que más debería preocupar ahora a nuestros políticos. Recuperar nuestra economía, claro que sí, pero de qué manera, con qué objetivos, para qué tipo de vida. Por favor, que recuperar la normalidad no signifique volver literalmente a lo de antes. Porque lo de antes nos ha llevado a donde estamos. Y que no aprendamos nada de nuestros miedos, eso sí que me da miedo.

El nuevo malgareo

OLYMPUS DIGITAL CAMERA Entre las historias y tradiciones perdidas de la pequeña isla de El Hierro se encuentra “el malgareo”, una manera ancestral especial de dar noticias y hacer crítica social, que en realidad se traducía en calumniar, burlarse, o sacar a la luz los trapos sucios de alguien del pueblo.
Se realizaba desde lo alto de alguna montaña, en noches sin luna y disimulando la voz, lo cual permitía el anonimato y facilitaba que el malgareador o malgareadores se sintieran libres de decir lo que quisieran de las personas malgareadas, fuera cierto o no.
Las consecuencias, como podrán imaginar, eran bastante dañinas para quienes, al llegar el día se convertían en destino de miradas y comentarios de todo el pueblo, conocedor de sus andanzas y secretos hasta en los más íntimos detalles.

Me sorprende comprobar que esta cruel tradición, felizmente desterrada desde hace años, se actualiza ahora en los bulos y comentarios dañinos o calumnias que se vierten en determinados medios y en redes sociales.
Iguales características adaptadas a la nueva época: Voces falseadas que nos llegan desde alguna zona virtual inaccesible y amparadas en el anonimato. Cuando llegan al público, el daño ya está hecho.

Luego habrá quien censure la falta de ética del medio empleado, pero habrá quienes den rienda suelta a su bajeza, o simplemente se dejen llevar de su credulidad sin crítica, para mantener y extender el daño ocasionado. Es el nuevo malgareo.

Los tiempos cambian, pero no cambiamos por dentro. En la oscuridad los seres más ruines se sienten libres, y descubrirlos dependerá de la valentía de quienes queramos impedirlo con honestidad y respeto. Por eso, exijamos luz, seamos luz, desterremos el malgareo y dejémosle a nuestros hijos un amanecer sin miedo.