Están a punto de cumplirse los cien días de estado de alarma en España a causa del covid-19. Salvo un par de ocasiones excepcionales que me han obligado a salir, para mí son cien días en casa. Me resulta extraño comprobar que podrían ser diez, o cuarenta, o doscientos. No creo que haya mucha diferencia si nuestra mente está ocupada y el ánimo tranquilo. Sin relojes, almanaques, o eventos que regulen los días, la medida del tiempo se hace muy difusa, y nuestra mente deja de controlarlo. Y me gusta esa sensación de atemporalidad, sentir que desaparece la prisa y solo importa la tarea, el momento, el disfrute de ser y estar.
En las noches estrelladas, la contemplación del cielo ayuda a entender mejor la naturaleza inasible del tiempo, su fugacidad etérea, su imposible presente. La enorme paradoja de que mientras la vida avanza con nosotros todo es pasado, tiempo vivido, y solo palparemos el presente cuando nuestro corazón deje de latir.
Ojalá este momento extraño para la humanidad pase pronto y volvamos a disfrutar de la libertad de salir al espacio abierto y relacionarnos con los demás sin miedo. Pero, de cualquier modo, no olvidemos que no importa tanto el tiempo, sino lo que hagamos mientras pasa. Que ni siquiera el brillo de las estrellas es real.
(Foto: Vía Láctea sobre Sesriem en el Desierto de Namib/ Autor: Roger de la Harte)
Ese es también mi gran deseo.
Querido Emilio, no te impacientes, déjate llevar e inventa mientras tanto. Será un placer compartir tus sueños.
Gracias. Un beso.